domingo, 13 de diciembre de 2020

Eso le debo

 Siempre supe que mis tristezas vienen de los buenos recuerdos. Si lo que generó aquel buen recuerdo ya no está, el rememorar eso en mi cabeza me da tristeza. Nunca fueron los malos recuerdos los que me han puesto mal. Los buenos recuerdos me dan tristeza, el no poder volver a vivirlos. En el mejor de los casos solo nostalgia.

La tristeza sale solo cuando veo perdido lo que generó aquel buen recuerdo. La nostalgia es más amigable y hasta querible. Porque inclusive en la nostalgia hay algo de alegría. Entendí, bien de chico, que los momentos de felicidad son mínimos y que vale la pena todo por tener esos instantes eternos.

Y si hoy estoy triste es por eso. Porque aquel momento de felicidad inmortal me atravesó rompiéndome por dentro en una ola de nostálgica tristeza.

En mi vida tuve varios momentos en los que toqué la felicidad, inclusive dándome cuenta tiempo después. Supe, desde pequeño, reconocer muchos de esos momentos de felicidad y entendí, claramente, que hace falta muy poco para alcanzarlos. Sé que la mayoría de las veces fui feliz con personas, sin importar los lugares. También sé que casi todos esos momentos no fueron programados y que muchas veces los programados no fueron los mejores momentos. Aprendí a ilusionarme con lo mínimo porque de esa forma es más fácil superar la ilusión. Después también comprendí que ponerme contento con pequeñas cosas me dejaba más expuesto a instantes más cercanos a la felicidad.

Una vez que logré comprender todo esto y llevarlo a cabo, supe que quedaba con la piel más en carne viva y que los momentos de tristeza también aparecían más fácil como contrapartida perfecta. Entonces tuve que crear un personaje, frío muchas veces, capaz de reírse de cosas inexplicables con tal de no mostrar lo que había detrás. Esa personalidad que formé con trabajo es una que me gusta, con la que estoy satisfecho.

En mí (cuerpo, mente, corazón, lo que sea) tengo resguardados grandes momentos de felicidad que recorro cada tanto, a los que algo me hace ir.

El quincho de un amigo, en penumbras, de madrugada, con humo, alcohol y rocanroles en el aire. Un bar, en penumbras, de madrugada, con humo, alcohol y rocanroles en el aire. Un recital, en penumbras, con humo, alcohol y rocanroles en el aire. Me hice amigo de la noche, del dormir poco menos que lo justo.

Un beso con la mujer que soñé miles de veces por años, en una madrugada en la que tuve que tomar distancia para saber que era verdad. Una conversación en una tarde noche de verano en un bar techado con estrellas. Un brindis a la orilla de un río con un amor para toda la vida que terminó. Una pequeña cabaña  en Uruguay con la persona correcta que te hace soñar con que todo va a volver a estar bien. Otra noche, en una isla grande, en silencio, con los pies en la arena, sintiendo que todo está bien.

Un gol transformándose en perfecto cuando ves que al primero que vas a abrazar para festejar es a tu mejor  amigo que está igual de feliz que vos de que esa pelota haya esquivado de manera inexplicable al arquero y nos haya dejado a un paso de ser campeones en nuestro eterno amateurismo de jugadores fracasados.

El final de un partido de un mediodía en San Luis que termina con siete años de no poder llegar. El abrazo llorando entre pibes de 12 años que en ese momento eran campeones del mundo en un torneo del colegio.

Una tarde, en otro bar, esperando el final de un partido que nos consagra campeones de Argentina, haciendo que el recorrido sea aún más importante que el desenlace, demostrando que, muchas veces, las formas son muy importantes para dejar grabado algo para siempre

Una mañana solo en casa, viendo como el más ordinario de los extraordinarios hace algo aún más extraordinario y muestras dos colores que nos atraviesan, a él, a mí, a mis amigos, al mejor primo del mundo, a mi abuelo y al otro Él.

Mi nombre como primera palabra de una nena que me va a acompañar para siempre aunque ya no esté. El abrazo de otra nena, mucho más acá en el tiempo, que me acaricia y me pide que no me vaya de su lado. La panza de mi abuela dándome la tranquilidad que nunca más voy a volver a encontrar. Mi abuelo buscándome de cómplice para protegerlo de que no lo reten por dormir una siesta.

Los reconozco a todos. No son tantos. Los reconozco. Sé que fui feliz. Sé que a cualquiera de estos momentos los podría usar como un recuerdo para volar en algún tipo de realidad Peterpanezca. Porque son eso. Momentos que me llevan a otro lugar, a otro espacio, a otro tiempo. Lugar, espacio y tiempo felices. 

Y si hoy estoy triste es por eso. Tengo cinco años, dos meses y quince días. Estoy sentado upa de mi viejo, sobre una reposera en el medio de la cocina. Mi viejo salta conmigo en brazos. Gritando. No entiendo nada. Solo siento la felicidad de mi viejo. “Fue con la mano”, grita riendo. Eso me dejó Diego, un recuerdo que me va a servir para volar. Eso es Diego para mí, el recuerdo más grande de los pocos que tengo de mi papá. Eso fue Diego para mi viejo, un momento de felicidad eterna en los últimos instantes de su vida. Eso le debo a Diego, el enseñarme a volar, el reconocer la felicidad.

martes, 24 de noviembre de 2020

Dragón

La camisa musculosa escocesa había sido de mangas largas. El color que más predominaba era el naranja y en donde había estado el bolsillo tenía dibujado algo así como la cabeza de un dragón. Lo había hecho con colores que no sobresalían tanto del fondo escocés. A esa imagen la había sacado de mi pierna. Algún día, ya habiendo dejado la adolescencia, creo que más llegando a los 20 años, uní con una birome unas cuantas pecas que tengo sobre el muslo derecho como si fuese ese juego de las revistas en que hay que seguir los puntos según la numeración. Del uno al dos, del dos al tres, y así hasta completar una figura. Un día hice lo mismo con mis pecas. Lo hice aleatoriamente y quedó dibujada la cabeza del dragón. Lo que decidí que sea la cabeza de un dragón. A su boca abierta le agregaba una lengua y una bola de fuego. Era un dibujo que me gustaba. Era y soy horrible dibujando y me fascinaba como había logrado algo con forma. Una copia de mi muslo estaba en el lugar del bolsillo de la camisa que, al igual que las mangas, había arrancado.

La bermuda había sido un pantalón de jean. Algo apretada, desflecada y con un par de tajos creados por el desgaste de la tela, me acompañaba la mayoría de los días de calor. También unas fibras habían marcado algunos trazos de colores. En la secundaria había comenzado a hacer ciertos dibujos que liberaban mi imaginación pero que no tenían más significado que el gustarme visualmente. Con una birome realizaba líneas curvas casi del mismo tamaño y sucesivas, dejando las partes cóncavas hacia lo que sería el exterior de la forma que dibujaba. Hacía una línea curva y sin levantar la birome hacía otra desde donde terminaba la anterior, siguiendo las agujas del reloj hasta terminar en el primer punto donde había apoyado la birome. Eso no me gustaba nunca. Pero cuando remarcaba todas las líneas el diseño que quedaba me agradaba mucho. No sé por qué. Nunca fui amante de lo abstracto, por el contrario. Eran esos dibujos los que contenía la bermuda. Pero en lugar de birome eran fibras las que los diseñaron.

Los zapatos de la secundaria tenían una base bastante alta. Hacía ya cerca de 6  años que no los usaba porque había terminado el colegio pero los tenía junto a mis otros calzados. Decidí volver a usarlos, pero no de la misma manera. Apoyé los zapatos sobre la mesa sosteniéndolos de manera vertical y con una sierra corté la suela a la mitad de su espesor. Con la altura justa le entrelacé unos cordones amarillos.

En los brazos me solía escribir muchas frases. Les tuve siempre miedo a las agujas. Quizás no sea miedo la palabra. Me pone muy nervioso el tener una aguja cerca de mi cuerpo. Transpiro y me tenso. Cuando una dentista clavó su anestesia en mi paladar no pude largar el aire hasta que sacó la aguja. Entonces me hacía mis propios tatuajes lavables, cada vez con frases de canciones diferentes. Recuerdo una vez en particular en la que me había escrito un brazo, las dos piernas y partes del torso. Pero ese día solo tenía escrito unas pocas frases en la muñeca izquierda.

Así salí. Camisa escocesa naranja, bermuda de jean celeste, zapatos negros con cordones amarillos. Todo escrito. Caminé cuatro cuadras para llegar a lo de mi amigo Bachi. Venía de un paso por el colegio del que no estaba contento en cómo había salido moldeado en cuanto a las relaciones sociales. Era totalmente inseguro y, a pesar de no estarlo, me sentía solo. Sin amigos de la primaria y ya sin los pocos amigos que había hecho en la secundaria.

Mis amigos eran otros ahora. Y estos amigos tenían un grupo de amigas. Nunca habían sido buenas mis relaciones con las mujeres y me costaba hablarles. No tenía muchas formas de que me presten atención.

Muchos años después de aquella caminata me di cuenta que lo único que quería era llamar la atención. De que aquellas chicas que iban a estar en la casa de mi amigo Bachi supiesen que existía. Quería que aunque sea hablaran de mi por algún motivo. Toque timbre, saludé a los padres de mi amigo y me fui hacia el fondo, al quincho. Allí estaban  varios de mis amigos con algunas de las chicas. Ingresé, saludé y en toda aquella tarde calurosa de verano nadie me dijo nada de cómo estaba vestido.

martes, 22 de septiembre de 2020

Soy recuerdos

 

Soy un grito que no para de callar. El amor de la vida de personas que me prefirieron olvidar.

Soy mis amores que nunca lo supieron. Mis amores eternos que terminaron.

Soy la mano de dios saltando desde una reposera alzado por un recuerdo de mi viejo.

Soy un barrilete de mi abuelo que vuela poco, vuela alto, dejando un recuerdo en cada soplido del viento.

Soy ese gol que no fue y que más grité.

Soy el dios en el que me enseñaron a creer y en el que no creo.

Soy un jarro de agua que no debo tomar.

Soy Duardi más veces de la que merecí. Soy Duardi más veces de las que lo necesité.

Soy la marca arrancada de la ropa.

Soy un cuerpo escrito.

Soy el Charro Moreno, incansable, sobre la mesa de mis abuelos. Soy Pontoni, soy Perucca. Soy Boyé comiendo una pizza.

Soy un pogo que mi cuerpo ya no quiere seguir.

Soy un cabezazo de mi abuelo al ras del piso.

Soy los fantasmas de mi vida acariciándome.

Soy el primer beso de nadie.

Soy un piojo, una vela, un superhéroe.

Soy un viaje en el tiempo permanente.

Soy los sueño que nunca voy a alcanzar.

Soy la traición de un amigo.

Soy mi vieja laburando diez vidas al día.

Soy una panza respirando en mi cabeza.

Soy todos los consejos que pedí y que nunca seguí.

Soy Mafalda, Patoruzú, Isidoro.

Soy frases interminables que marcan el camino. Camino que sigo aunque esté perdido.

Soy abierto que no acepto a los cerrados.

Soy la risa aprendida para ser querido.

Soy las lágrimas del profesor Hippie y de Minguito.

Soy un apodo sin explicación que es mi nombre.

Soy una pierna de mi abuelo atravesando mi corazón.

Soy una zapatilla que nunca me quedó.

Soy tiempo perdido que no sabría en que ganar.

Soy una tristeza que no sabía que tenía.

Soy una renguera eterna que arrastra sus pasos. Soy una rodilla gastada.

Soy el almuerzo de mi abuela esperando ser cenado.

Soy  mil mundiales dentro de una habitación.

Soy mi primo escondido dentro de un placar.

Soy la maldad de una vieja que me quería.

Soy mis tíos prefiriendo esquivarnos.

Soy una roca viva, soy we are the world.

Soy lo que todos ven y nadie entiende. El que no se entiende.

Soy una billetera nueva en el agua podrida.

Soy la ira nunca mostrada. El enojo callado que hierve por dentro.

Soy la coherencia de mis incoherencias. La certeza de mis contradicciones.

Soy la mejor sonrisa torcida.

Soy todo lo que vieron que oculté. Soy lo que escondo sin saber. Lo que todos ven menos yo.

Soy la mano apretada de mi abuelo que no deja el recuerdo de su hijo.

Soy la alegría que miente para que todo duela menos.

Soy la tranquilidad de mi intranquilidad.

Soy un juego de palabras.

Soy todos los que fueron.

Soy el primer nombre de una boca que nunca más me va a nombrar.

 

 

domingo, 1 de septiembre de 2019

Recuerdo al última vez que fui a misa

Recuerdo la última vez que fui a Misa. Para haber ido una última vez tuve que haber ido montones de veces antes.
Ir a Misa se había transformado en una rutina. Ya no era, si es que alguna vez lo fue, una visita a Dios, un agradecimiento, una forma de encontrarme con mi yo espiritual. A los 4 años ya me habían metido en una escuela católica y estuve desde jardín de infantes hasta el fin del bachillerato. Catorce años. Y catorce años en una escuela católica significan un número incontables de misas. Me hacían asistir a todo tipo de ceremonias: por conmemoraciones, por fiestas religiosas, por velorios, por primeros viernes de mes… Esta última era la que en mi interior pesaba más porque algún trasnochado nos había transmitido la idea de que si asistíamos todos los primeros viernes de mes de un año calendario íbamos a estar salvados. Eran obligatorias y me salvaba el alma, cerraba. Entonces iba, no me perdía ni una.
Con el tiempo, después de tantas misas, me comenzaba a dar cuenta que se repetían las lecturas de los evangelios y que las homilías no me habían llegado. No recuerdo ninguna. Lo que sí me acuerdo es cómo mi cabeza estaba en cualquier cosa mientras el cura hablaba por enésima vez de una lectura de la Biblia. Estoy seguro que no era el único porque para donde miraba se veía la cara de algún otro alumno con cara de dormido, aburrido, con cara de que acababa de hacerse una paja.
Pasado los años, y con mi alma ya salvada por haber cumplido aquella tarea mensual de concurrir a la Iglesia, seguía participando de las misas. A esa altura con el bagaje católico encima y las tantas horas de catequesis en la escuela también había agregado rezos nocturnos y confesiones semanales o, si me portaba bien y no tenía ningún pensamiento impuro, quincenales. Ya me habían inoculado el temor a dios y esa toxina hacía que me obligase a tener fe en algo que me costaba entender.Y no lo digo como metáfora, el temor a dios es algo que realmente se preocupaban por enseñarnos o, mejor dicho, por grabarnos bien adentro nuestro para que sea muy difícil sacarlo.
Terminé el colegio pero el adoctrinamiento religioso había funcionado conmigo. Por ejemplo, todas las noches cuando iba a saludar a mis abuelos antes que se duerman les repetía una frase que había ideado siguiendo los lineamientos católicos y con el miedo que si no se la decía no iban a despertar. “Que Dios te bendiga, que la pases bien, que sueñes con los angelitos, hasta mañana”. Con el tiempo era casi un mantra: “diotebendigapasebiesueñeangelitamaña”,sin pensarlo y más por la costumbre adoptada casi cabalística que protegía a mis abuelos mientras dormían. Después ambos murieron sin estar dormidos así que yo no fallé.
Otro ritual que había incorporado era el de rezar todas las noches. Otro movimiento cabalístico pergeñado en los claustros oscuros del colegio. Ese temor a dios infundido estaba en mi y una de las maneras de aplacarlo era con un rezo nocturno, como nos habían advertido en los años escolares. Era simple, señal de la cruz, padre nuestro, ave maría y una oración al espíritu santo. A la distancia lo veo como algo muy tonto. Las mismas oraciones en el mismo orden repetidas noche tras noche porque si no lo hacía dios se iba a enojar. Ni siquiera el pensar en la bipolaridad de dios me hacía dejar de rezar. Por un lado, nos enseñaban que dios era bueno y que perdonaba todo, y, por el otro, que dios se iba a enfurecer mucho si no hacíamos las cosas como nos enseñaba la iglesia.
Claro que también seguía yendo todos los domingos a participar de la misa.  Si hacía las otras cosas cómo no iba a hacer la obligación por excelencia de la enseñanza católica, apostólica, romana.Cada domingo al mediodía llegaba junto con mi mamá y mi abuela a la Iglesia “María Auxiliadora”, a 7 cuadras de casa. Genuflexión, señal de la cruz, primera lectura, segunda lectura, evangelio, homilía, padre nuestro tomados de la mano, saludo de la paz, bendición y nos vemos al domingo siguiente. Rito tras rito, tras rito, tras rito.
Pero de a poco fui saliendo. Lo primero que dejé fue de ir a sentarme con mi vieja y con mi abuela. Ya era grande y me daba vergüenza sentarme con ellas. Entonces comencé a quedarme apoyado contra la pared cerca de la puerta. Allí estaba más cómodo para hacer tres cosas. Una, pensar en cualquier cosa mientras hablaba el cura. Dos, dejar mi espalda cubierta para tener menos personas a las que saludar al momento de saludar para “darse la paz”. Y tres, la más importante en aquellos días, para ver a una chica que me gustaba. Y de tanto estar ahí atrás mirando con más libertad dejó de ser una la chica para pasar a ser varias.
Un día, esa chica, la chica, dejó de ir. Ella, sus dos hermanas, su bigotudo padre y su madre desaparecieron. Mi incentivo más fuerte para seguir yendo los domingos al mediodía ya no estaba. Sumado a que había comenzado a salir los sábados a la noche el paso siguiente fue buscar un nuevo horario para ir a misa. El temor a dios seguía pesando. A pesar de todo seguí sintiendo la necesidad de cumplir con dios para que no se enoje conmigo.
Elegí el domingo al último horario, creo que era a las 20. Cuando fui a la primera misa de noche sentí que dios me guiñó un ojo para que siga yendo y para darme algo del entusiasmo que nunca tuve. Entré, di un vistazo y lo que resaltó fue el bigote del padre de ella. Estaba ahí junto con su familia. Fue mi motivación para seguir yendo. Cada domingo me preparaba para ir a verla. Y era solo eso. La miraba y la miraba. Si por casualidad ella giraba su cabeza y miraba para donde estaba yo ojeándola, inmediatamente mi vista atropellaba el suelo. No le podía sostener ni el choque de miradas. Claro está que ella nunca supo de mi amor desde el fondo de la iglesia. Ella no sabía para mi dios estaba en su nuca.
Gracias (y por culpa también) a ella seguí yendo bastante tiempo más a la celebración de la misa.Siempre en el mismo lugar salvo algún que otro domingo en el que llegaba unos minutos retrasado y había alguien apoyado en mi lugar. Pero era muy circunstancial. Por más que de vez en cuando alguien apoyara su culo en mi pared, ese lugar era mío.

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Recuerdo la última vez que fui a Misa (final 1)

Allí atrás, al fondo, a la derecha mirando de frente al altar, al lado de un confesionario de madera marrón oscuro, y bien pegado a las bisagras de la puerta. El campo visual que tenía era enorme. Luego de un tiempo entre el confesionario y yo se ubicó una mesa con dos hombres que repartían unas pequeñas revistas de papel de diario de ocho páginas que tenían las lecturas y el evangelio del día entre otras cosas.
Pero en esa mesa había también otros elementos que cambiaban de domingo a domingo. Allí vendían, por ejemplo, el Nuevo testamento, pequeño de tapa azul y letras plateadas, en cuya primera página decía que estaba prohibida su venta.
Recuerdo la última vez que fui a una misa. Esa tarde-noche de primavera estaba en mi lugar, con la mesa adelante a mi derecha, cerquita. Los dos hombres sentados esperando clientes/fieles para entregarles la revista. Sobre la mesa, aquella tarde-noche, había un nuevo producto, un álbum de figuritas sobre Jesús. Unos diez o quince. Un niño que andaba montado en su inocencia se acercó al álbum. Quizás recordó aquella frase de Jesús en los evangelios que reza “dejen que los niños vengan a mí”. Y el niño fue. Tomó el primer álbum de la fila y sintió como los mercaderes que Jesús había echado de la iglesia hacía 2000 años se reencarnaban en esos dos pelagatos de aquella mesa. La mano de uno de ellos apretó el álbum contra la pila mientras que el otro le explicaba al chico que le tenía que decir a su padre que se lo compre. No sé si ese chico seguirá yendo a misa. Pero desde ese momento en que me di vuelta y me retiré no volví a ir a una misa, si ellos que estaban haciendo negocio dentro de la Iglesia con un chico no tenían miedo de dios porque iba a temerle yo que solamente me aburría de escuchar mentiras.

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Recuerdo la última vez que fui a Misa (final 2)

Contradicción. Esa es la palabra que describía lo que me pasaba mientras mi culo se dormía en aquella pared. Irme, escaparme y que dios se apiade de mi alma o seguir yendo a esperar que pase el tiempo mientras que mis ojos se relajaban en la belleza de ella y mi cabeza viajaba por sueños de conquistarla sin hablarle.
Siempre me voy a acordar de la última vez que fui a misa. Fue en una de las fiestas de la iglesia por como estaba colmado el lugar. Llegué bien, con tiempo, pero mi lugar ya estaba ocupado al igual que todos los huecos en cualquier pared del fondo. Busqué lugar casi sin mirar para donde iba, pasando entre pasillos de gente. Me quedé en el hueco más cómodo que encontré. Una vez ubicado la busqué. No estaba. A los pocos minutos veo que ingresa el bigote y detrás de él su familia. El sector donde ellos solían ubicarse se había ocupado así que también se movían buscando donde detenerse. El espacio se les hizo cerca de mí, muy cerca.
Ahí la tenía, a medio metro, sin nadie en el medio. Se me antojó que ella había querido quedar cerca. Desaparecieron todos. Éramos ella y yo. Enseguida recorrí los pasos que seguían en la misa y mi pensamiento se detuvo en el momento que íbamos a tener que darnos la paz. Ese instante en que unos se da la mano o un beso con quienes lo rodean. Me di cuenta que iba a poder darle un beso. Mi cara iba a tocar su cachete y ella se iba a enamorar de mí. Sentí alegría. Por dos segundos sentí alegría. Al tercer segundo ya estaba nervioso. Al cuarto transpirado. Al quinto con miedo a que me esquive. Y al sexto ya la había perdido para siempre.
Fue la misa más larga de la historia de las misas. Inexplicable es el tiempo cuando decide detenerse para dejarte solo con los pensamientos. Cuando hace que te desnudez con vos mismo y te sientas en el medio de una multitud que te mira. El tiempo se puso maldito y me dejó combatiendo posibilidades. Una de ellas era la de alejarme del lugar, una con mucha fuerza. Dar lentamente pasos para atrás y mezclarme entre algún otro grupo o llegar a la puerta. Pero no, no podía ser tan cobarde. Me tenía que quedar y darle el beso. Por lo menos que sepa que era más que una mirada perdida desde el fondo de la Iglesia.
“Demosnós la paz”, sentenció el cura desde el altar. El corazón latía muy rápido, pero muy rápido. Tuve más de media hora para idear una estrategia y fracasé. Dejé todo a la improvisación. Y ahí, en ese momento, me di cuenta de lo malo que soy improvisando. Me quedé quieto. Me dio la mano un barbudo a mi derecha, un beso la mujer de atrás y otro saludo de manos con el que parecía su pareja. Otra vez quieto, pensando que ella iba a girar como hacen todos. Porque todos giran. Pero ella no giraba. Saludó a sus cuatro familiares y volvió a su lugar, como un pájaro cucú.
Estábamos en el mismo lugar y nada de todo lo que imaginé había pasado. Si quería hacer algo casi no quedaba tiempo. Todavía había algunos saludándose. Era el momento y decidí tomarlo. Estiré la mano izquierda y le toqué el hombro con los dedos índice y mayor y antes que ella girase ya había adelantado un pie e inclinado el cuerpo hacia ella. Nunca giró y quedé parado a su lado en una postura indescriptible. Todo lo que había soñado en años se esfumó. Como en cierto momento ella me miraba y yo le gustaba y nos encontrábamos en la calle, y hablábamos, y salíamos, y mis sueños. Todo quedó hundido en el rojo de mis cachetes. Y tuve que volver a improvisar. Avancé con el otro pie y lo transformé en caminata hasta llegar a la mitad de la iglesia. En cada paso rezaba para que ella hubiese interpretado el golpecito en su hombro como un tropezón desafortunado por la cantidad de gente, aunque en el fondo sabía que no había querido girar. Todo el tiempo supo que estaba detrás y decidió no saludarme. Mi vergüenza y yo giramos entre los bancos hacia una de las alas de la iglesia y volví hacia el fondo evitando levantar la cabeza para no cruzar ninguna mirada. Llegué a mi lugar que me estaba esperando vacío, el muy traidor. Empujé la puerta de madera y seguí caminando para no volver nunca más a misa.

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Entendí el valor de las cosas

Hoy, por fin, entendí el valor de las cosas. Creí saberlo hace tiempo. Pensé haberlo descubierto años atrás. Las canciones me lo decían, los libros también. Estaba seguro de haber comprendido que era lo verdaderamente importante. El nacimiento de mis sobrinos había ajustado aquellas ideas. Pero hoy, realmente, acabo de comprender qué es lo que realmente vale. Juraba haberlo entendido mientras jugaba a la Play tirado en mi sillón reclinable con mi vaso de Coca al lado.

Pero hoy, por fin, entendí el valor de las cosas. Muchos sucesos ocurren porque sí, de forma aleatoria. La ruleta de la vida tira la bola y si te cae es asumirlo o quedarse renegando y lamentando del por qué fue mi número el que salió. Generalmente la segunda opción es la más usada  y siempre viene con la frase: "¿por qué a mi?".
Pero un día a alguien se le ocurrió lanzar una bola realmente grande a la ruleta. Y fue tal su peso que cuando la ruleta la escupió el hueco que dejó todavía hoy, años después, es muy difícil de rellenar. Por desgracia no se elige participar del "juego", es obligación jugarlo y no importa cuánto duela, no te podés bajar.
La bola tenía su número y no se podía cambiar. Le tocó a él, débil criatura de 6 meses, y por correlatividad de la sangre a sus padres, es decir, a mis amigos. Al principio fue imposible no hacer la pregunta ni no rezarle a un dios en el que pocas veces se creyó. Toda la fe que la vida te lleva a perder apareció en ese momento. Oraciones repentinas, ruegos infinitos a dioses que se crían olvidados y que renacieron de las heridas de un dolor inexplicable. Con el tiempo algunas cosas se acomodaron pero el camino ya había sido torcido y había que aprender a caminar de otra forma, por nuevas tierras, más pantanosas y movedizas, con pasos más seguros, más lentos y más pesados.
Su hijo sigue con ciertos problemas pero ellos entendieron, mientras que todos seguíamos pidiéndole explicaciones a nuestros respectivos dioses, que lo mejor para el chico era que ellos tenían que estar fuertes, más fuertes que nadie, y, a pesar de ciertas recaídas en la montaña rusa de la vida, es muy difícil derrumbarlos. Estoicamente de pie marcan sus pasos junto a su hijo esperando su mejoría.
El tiempo pasó, entre dolores y alegrías, entre esperanzas y oscuridades. Aprendieron a vivir los buenos momentos y, lo más difícil, a sobrellevar los malos. Y como a los días se le ocurrió no amanecer tan seguidos tuvieron que amigarse con la oscuridad. Y lo hicieron bien. No se puede pretender no tropezarse con nada en semejante camino, el tema es saber ponerse de pie, y supieron como hacerlo.
Unos años después buscaron y encontraron. Otro hijo para tener la merecida oportunidad de criar un chico sin dificultades extras.
Un año y dos días después de aquel segundo nacimiento, como dije, por fin entendí el valor de las cosas. Estando en Villa Gesell, junto a mis amigos y sus parejas, un día como otros, de sol y playa, calor y mar, fue el primer paso de mi visión. El hijo que tiene problemas se enfermó, como si la vida se ensañase, un rayo de solo levantó la temperatura que un posible refrío estaba armando. 39 grados y la preocupación lógica. Desgraciadamente la vida puso a los padres con la obligación de descartar lo más grave primero. Encierro en la habitación. Pero su hermano no tiene la culpa, carga con la inocencia y la tranquilidad necesarias para ayudar a sus padres. Mi otra pareja amiga y yo nos hicimos cargo del pequeño y lo llevamos a disfrutar de la playa.
Estábamos terminando el día y el padre apareció para dibujarle una sonrisa preciosa a un niño que no quería llorar porque sabía, con solo un año, que su hermano necesitaba de sus padres. Un rato para que disfruten juntos. Lo acercó al mar, las grandes olas ya transformadas en espuma le llegaba al pequeño que solo quería llegar hasta África gateando. Las carcajadas del chico eran inmensas, más grande de lo que su boca le permitía. La felicidad hecha risa. Juntos se fueron para la habitación para acompañar al resto de la familia.
Cuando volví de la playa pasé por su habitación, a visitarlos, para ver como iba todo. El más pequeño dormía. El mayor descansaba en los brazos de su madre. La mirada tranquila y cansada, como sabiendo que no hay mejores manos en donde pueda estar pero deseando que todo pase rápido. Le toqué el pecho y estaba muy caliente. La frente fresca. La fiebre había bajado pero no lo suficiente como para que sus padres dejen de preocuparse. Le sacudí los brazos y las orejas y esbozó una sonrisa. Pero lo importante y hermoso sucedió cuando le dije que se mejore que mañana vamos a ir a la playa. Sus labios dibujaron una sonrisa y sus ojos brillaron con entusiasmo. Por un momento pensé que había sido mi loca cabeza pero cuando su padre vio mi sorpresa me dijo:"Claro que entiende, que te pensás que es, un extraterrestre?". Subí a mi cuarto y me fui a bañar.
Mientras me enjuagaba fue cuando, por fin, comprendí el real valor de las cosas. Mi amigo tiene ciertos ataques de negativismo que le vinieron incorporados de matriz, él le dice "ser realista". Pero la realidad es tal según quien la mira. En uno de sus ataques de realismo ultra sincero llegó a soltar que él no sale más de la casa. El champú caía hecho espuma y entre todas esas imágenes siempre ganaban dos. Una la de la playa, con el chiquito carcajeándose, revoleando los brazos y las piernas para todos lados, como queriendo salir corriendo a internarse en el medio de las olas. La otra, la de la sonrisa cuando le dije a la otra criatura que mañana íbamos a ir a la playa. Entonces, el “pesirealismo” del padre quiere dejar de darle en el futuro algo que a los dos le hizo muy bien. En un mismo lugar, sus dos hijos, tuvieron un instante de felicidad...La playa.
Por fin entendí el valor de las cosas... es nada. No hay nada, pero absolutamente nada que paguen esos dos momentos, ni el optimismo, ni el pesimismo, ni la plata, ni la Play ni la Coca, ni una novia, ni una esposa, nada tiene la fuerza de esos dos momentos. Si tuvieron que pasar por lo que pasaron y llegar a donde llegaron para esos dos momentos todo valió la pena.

Eso le debo

  Siempre supe que mis tristezas vienen de los buenos recuerdos. Si lo que generó aquel buen recuerdo ya no está, el rememorar eso en mi cab...