Siempre supe que mis tristezas vienen de los buenos recuerdos. Si lo que generó aquel buen recuerdo ya no está, el rememorar eso en mi cabeza me da tristeza. Nunca fueron los malos recuerdos los que me han puesto mal. Los buenos recuerdos me dan tristeza, el no poder volver a vivirlos. En el mejor de los casos solo nostalgia.
La
tristeza sale solo cuando veo perdido lo que generó aquel buen recuerdo. La
nostalgia es más amigable y hasta querible. Porque inclusive en la nostalgia
hay algo de alegría. Entendí, bien de chico, que los momentos de felicidad son
mínimos y que vale la pena todo por tener esos instantes eternos.
Y si
hoy estoy triste es por eso. Porque aquel momento de felicidad inmortal me
atravesó rompiéndome por dentro en una ola de nostálgica tristeza.
En mi
vida tuve varios momentos en los que toqué la felicidad, inclusive dándome
cuenta tiempo después. Supe, desde pequeño, reconocer muchos de esos momentos
de felicidad y entendí, claramente, que hace falta muy poco para alcanzarlos. Sé
que la mayoría de las veces fui feliz con personas, sin importar los lugares.
También sé que casi todos esos momentos no fueron programados y que muchas
veces los programados no fueron los mejores momentos. Aprendí a ilusionarme con
lo mínimo porque de esa forma es más fácil superar la ilusión. Después también
comprendí que ponerme contento con pequeñas cosas me dejaba más expuesto a
instantes más cercanos a la felicidad.
Una
vez que logré comprender todo esto y llevarlo a cabo, supe que quedaba con la
piel más en carne viva y que los momentos de tristeza también aparecían más
fácil como contrapartida perfecta. Entonces tuve que crear un personaje, frío
muchas veces, capaz de reírse de cosas inexplicables con tal de no mostrar lo que
había detrás. Esa personalidad que formé con trabajo es una que me gusta, con
la que estoy satisfecho.
En mí
(cuerpo, mente, corazón, lo que sea) tengo resguardados grandes momentos de
felicidad que recorro cada tanto, a los que algo me hace ir.
El quincho
de un amigo, en penumbras, de madrugada, con humo, alcohol y rocanroles en el
aire. Un bar, en penumbras, de madrugada, con humo, alcohol y rocanroles en el
aire. Un recital, en penumbras, con humo, alcohol y rocanroles en el aire. Me
hice amigo de la noche, del dormir poco menos que lo justo.
Un
beso con la mujer que soñé miles de veces por años, en una madrugada en la que
tuve que tomar distancia para saber que era verdad. Una conversación en una tarde
noche de verano en un bar techado con estrellas. Un brindis a la orilla de un
río con un amor para toda la vida que terminó. Una pequeña cabaña en Uruguay con la persona correcta que te
hace soñar con que todo va a volver a estar bien. Otra noche, en una isla grande,
en silencio, con los pies en la arena, sintiendo que todo está bien.
Un
gol transformándose en perfecto cuando ves que al primero que vas a abrazar
para festejar es a tu mejor amigo que
está igual de feliz que vos de que esa pelota haya esquivado de manera
inexplicable al arquero y nos haya dejado a un paso de ser campeones en nuestro
eterno amateurismo de jugadores fracasados.
El
final de un partido de un mediodía en San Luis que termina con siete años de no
poder llegar. El abrazo llorando entre pibes de 12 años que en ese momento eran
campeones del mundo en un torneo del colegio.
Una
tarde, en otro bar, esperando el final de un partido que nos consagra campeones
de Argentina, haciendo que el recorrido sea aún más importante que el
desenlace, demostrando que, muchas veces, las formas son muy importantes para
dejar grabado algo para siempre
Una
mañana solo en casa, viendo como el más ordinario de los extraordinarios hace
algo aún más extraordinario y muestras dos colores que nos atraviesan, a él, a
mí, a mis amigos, al mejor primo del mundo, a mi abuelo y al otro Él.
Mi
nombre como primera palabra de una nena que me va a acompañar para siempre
aunque ya no esté. El abrazo de otra nena, mucho más acá en el tiempo, que me
acaricia y me pide que no me vaya de su lado. La panza de mi abuela dándome la
tranquilidad que nunca más voy a volver a encontrar. Mi abuelo buscándome de
cómplice para protegerlo de que no lo reten por dormir una siesta.
Los
reconozco a todos. No son tantos. Los reconozco. Sé que fui feliz. Sé que a
cualquiera de estos momentos los podría usar como un recuerdo para volar en
algún tipo de realidad Peterpanezca. Porque son eso. Momentos que me llevan a
otro lugar, a otro espacio, a otro tiempo. Lugar, espacio y tiempo
felices.
Y si
hoy estoy triste es por eso. Tengo cinco años, dos meses y quince días. Estoy
sentado upa de mi viejo, sobre una reposera en el medio de la cocina. Mi viejo salta
conmigo en brazos. Gritando. No entiendo nada. Solo siento la felicidad de mi
viejo. “Fue con la mano”, grita riendo. Eso me dejó Diego, un recuerdo que me
va a servir para volar. Eso es Diego para mí, el recuerdo más grande de los
pocos que tengo de mi papá. Eso fue Diego para mi viejo, un momento de felicidad
eterna en los últimos instantes de su vida. Eso le debo a Diego, el enseñarme a
volar, el reconocer la felicidad.